Hablando se entienden los barrios.
Hablando se puede llegar a entender algo que se construye por mecanismos similares a los de un dialogo. Una figura que parece escaparse de nuestras manos si la seguimos pensando como la pensaban los movimientos sociales de la décadas de los 70-80, pero que en su transformación, esta cargada de “viejas novedades”, que nos permiten poner a conversar algunas antiguas pretensiones con respecto a los proyectos de ciudad, con elementos clave de la ecología social en las metrópolis.
José Luis Fernández Casadevante
Alfredo Ramos
Apuntes para una noción de barrio.
“Sin los relatos los nuevos barrios quedan desiertos. Por las historias los lugares se tornan habitables. Habitar es narrativizar. Fomentar o restaurar esta narratividad es, por tanto, una forma de rehabilitación. Hay que despertar a las historias que duermen en las calles y que yacen a veces en un simple nombre, replegadas en ese dedal como las sedas del hada. Son las llaves de la ciudad: dan acceso a lo que ésta es, una visión mítica, una mitología”.
M de Certeau.
La ciudad es un nombre propio, que bajo la apariencia de unidad, oculta su propio carácter de multiplicidad de espacios urbanos, es decir, es una y múltiple a la vez. Un simulacro que se convierte en una entidad autónoma a partir de aislar unas variables y propiedades cuantificables de las prácticas concretas, y que tiene como uno de sus principales componentes los barrios, utilizándolos como marcas de diferenciación a la hora de expandirse y de ejercer su capacidad de gobierno.
Esta expansión como una mancha de aceite, tiene en la diversidad que suponen los barrios uno de sus elementos fundamentales. Una composición que demuestra la naturaleza paradójica de esa expansión por el territorio, al fraguarse a partir de aquello que la cuestiona como unidad.
El barrio, por tanto, anda siempre ligado a un espacio físico, dispone de una dimensión territorial que lo hace tangible, que permite ubicarlo para poder empezar a pensar en él. Sobre los componentes esenciales de esta topología física encontramos numerosos consensos que nos hablan de la accesibilidad a un número de equipamientos, de densidades habitacionales, de características del modo de urbanizar… . Estos consensos son una guía, una regla inicial para tratar de aproximarnos a lo que es un barrio, un “estilo de vida” que tendría que darse ante determinados componentes físicos, ante determinadas dimensiones que constituyen lo aprehensible perceptivamente y lo controlable cognitivamente.
El espacio de un barrio esta definido por limites claros, precisos, sin embargo el territorio existencial que este implica, reconstruye los límites de una manera más confusa o más clara que los meramente físicos, en función de para qué vayan a ser utilizados. Las fronteras del barrio se deslizan por las líneas que tejen las evocaciones, construyendo una cartografía simbólica donde lo vivido y los relatos empujan las calles, los equipamientos y las viviendas, descolocándolas para disponerlas según otra funcionalidad, creando un barrio otro que se superpone al delimitado y determinado administrativamente.
La construcción de sentido sobre el mapa del barrio tiene que ver con su complejidad como espacio intermedio[1], como zona entre lo privado, lo doméstico, y la composición de la ciudad y sus espacios públicos. Esta forma intermedia se compone de una particularidad de trayectos, de agrupaciones y de usos que permiten desarrollar conexiones que ponen en relación al individuo con su entorno. Desarrollando pautas de comprensión de un espacio del que depende como campo de referencia y de identidad, y donde reconoce la alteridad a través del desarrollo de pautas de comunicación con el entorno y sus habitantes.
Así, recorriendo lo intermedio, se van ejecutando diversas operaciones de selección y combinación de lugares, gentes y sentidos posibles, de modo que al producir el imaginario que acompaña a la idea del barrio, se le va dotando de un orden. “Frente al conjunto de la ciudad, atiborrada de códigos que el usuario no domina pero que debe asimilar para poder vivir en ella, frente a una configuración de lugares impuestos por el urbanismo, frente a las desnivelaciones intrínsecas al espacio urbano, el usuario consigue crearse espacios de repliegue, itinerarios para su uso o su placer que son las marcas que ha sabido, por si mismo, imponer al espacio urbano”[2]. Este forma de repliegue crea la esfera de lo barrial, siendo una construcción dinámica que tiene dos componentes esenciales, lo imaginario (la forma de los relatos que dan cuenta de) y las prácticas (los usos e interacciones que lo recorren).
Los imaginarios pueden ser leídos sólo si se atiende o se participa de su elaboración, puesto que están desordenados, componiendo un sinsentido para quien trata de verlos desde fuera. Una idea que lo refleja es aquella a la que hacía referencia Von Foester cuando hablaba de lo fácil que es ver y controlar desde fuera un desfile, en oposición a lo difícil que es mirar un baile y comprender la estructura caótica que nos muestra en cuanto nos acercamos a él. Podemos encerrar la realidad de un barrio en el compás de un desfile, para tratar de explicarlo desde un esquema exterior a él. Pero la clave para entenderlo, puesto que es lo que lo constituye, son esos códigos que crean pautas de legibilidad renovadas constantemente, y que se camuflan en los desconocidos pasos de baile, los usos y las relaciones que son su componente esencial.
Los relatos que se producen sobre el mismo son necesariamente variados, múltiples. Compuestos de diferentes acontecimientos como base para desarrollarse, de distintas experiencias, cuya combinación se traduce en la habilidad de los grupos para trazar estructuras de sentido que desplazan o sustituyen otras, constituyendo la explicación de lo que somos y de lo que son los otros, de lo que es nuestro barrio. Se trata de un cuento espacial, en tanto historia ligada a un espacio físico. Donde su elección y producción es reveladora de vivencias, al tiempo que es un instrumento esencial para explicar las mismas y las futuras.
Pero el barrio, en la convivencia entre imaginarios y apropiaciones, corre el riesgo de encerrarse en un relato metonímico (que toma la parte por el todo y así explica la realidad y desarrolla las pautas de sociabilidad), en una narración total que lo convierte en impracticable, y que lo fragmenta como territorio a partir del cual enfrentarse a determinadas problemáticas. Esta composición cerraría la posibilidad del dialogo que caracteriza su dinamismo, pasando del baile al desfile, imponiendo códigos y pautas de comportamiento que impiden el relato por el olvido de los componentes esenciales del paisaje que son las prácticas. Rechazaría la posibilidad de metáforas sobre usos no considerados previamente en el imaginario pero que lo trastocan, en un paradójico intento de cerrarse. Una tentativa de ser una narrativa ordenada, que sin embargo no puede llegar a serlo (salvo por momentos en los que constituye una referencia), puesto que entonces el barrio dejaría entonces de construirse por procesos de aprendizaje, de sorpresa constante ante lo nuevo. El relato debe emanar de una interacción cambiante basada en usos que implican un aprendizaje sobre los lugares y las posibilidades que ofrece a quienes los habitan, de una construcción colectiva de sentidos diversos como es un barrio.
Barrios y acción política.
“La verdad es una ficción útil”.
F. Nietzsche.
Los asentamientos urbanos creados en los años 60 en las periferias de las principales ciudades del Estado, fueron el paradero de aquellas personas que acudían a las mismas en busca de trabajo, en las incipientes industrias o en sectores productivos en expansión como la construcción. Los cascos históricos y sus posteriores ensanches se vieron rodeados por un cinturón de nuevos barrios, de edificaciones elaboradas por el régimen para la nueva clase trabajadora y principalmente archipiélagos de casas bajas autoconstruidas, chabolas en situación de alegalidad o ilegalidad tolerada.
El éxodo rural sería el mínimo común múltiplo en la composición de quienes habitaban estos barrios, una cierta homogeneidad cultural en base a imaginarios rurales que trataban de reproducir sus códigos en un ambiente urbano (casas bajas apegadas al suelo, patios, corrillos de sillas en la calle al atardecer, cultura del cotilleo…). A este conjunto de “naderías compartidas que por sedimentación crean un sistema significante”[3], y a la densa red de relaciones cotidianas que suponía el barrio, hay que añadirle posteriormente la identidad obrera, de clase, adquirida por sus habitantes tras compartir las condiciones de trabajo en las fábricas de la época de la dictadura.
Estos asentamientos vieron nacer de entre sus barrizales unos movimientos ciudadanos con una enorme capacidad de incidencia social. A través de las asociaciones de vecinos se catalizó buena parte de las protestas que se dieron contra la dictadura y durante los primeros años de la transición política. Movimientos construidos al calor de conflictos urbanos concretos (vivienda, equipamientos, asfaltado de calles, sanidad…), que desbordaban prácticamente sus propias reivindicaciones, “indicando la profunda pretensión de autonomía de las personas residentes en un territorio para definir y gestionar sus problemas”[4].
Para movilizar y generar un sentido de pertenencia estos movimientos crearon una noción de barrio que era compartida por buena parte de quien en ellos habitaba. Las agrupaciones deportivas, los periódicos y las fiestas de barrio son algunos de los elementos, que junto a las movilizaciones por conflictos concretos hacían de argamasa para dicha identidad. La idea de barrio elaborada por esta generación fue una ficción útil, una forma de decir nosotr@s, empleada como concepto central de discursos y prácticas políticas. Cumpliendo la intención de aglutinar y movilizar a determinados sectores sociales urbanos que se sentían interpelados. Ideales de clase, políticos, culturales,… lo utilizaron como pretexto para intercomunicar y entramar sentidos más profundos, como una metáfora de lo que subterraneamente y sin verbalizar se pretendía decir. La reivindicación del derecho a la ciudad que popularizara Lefebvre, como capacidad de apropiación del espacio urbano por sus habitantes se vió ejemplificado en estos sucesos, que se convirtieron posteriormente en parte del imaginario de las siguientes generaciones. Un paradigma de referencia sobre el que han pivotado las forma de pensarse a sí mismos de los movimientos urbanos.
Las profundas transformaciones sociales, urbanas, laborales y culturales, acaecidas en los últimos veinte años han arrastrado a la crisis las formas heredadas de entender la intervención política sobre el espacio urbano por parte de los movimientos sociales, situándolos en una encrucijada. Hoy el desafío que enfrentamos es similar al de la oruga que se encierra en una crisálida para convertirse en mariposa, el de deconstruirnos recogiendo el sistema nervioso de lo que fuimos anteriormente para convertirnos en algo distinto. Para lograr está empresa es imprescindible comprender que los antiguos barrios que torpemente sabíamos describir y definir, actualmente se vuelven inasibles con los mapas conceptuales que manejábamos. Nos encontramos emplazados a crear nuestra propia ficción útil. Una ficción que nos permita la comprensión de los cambios en la forma de gestionar la producción de espacio, que facilite el diálogo entre las viejas y nuevas figuras sociales, abriendo la posibilidad de generar un relato movilizador.
Anteriormente los barrios eran el espacio central de referencia para la vida cotidiana, especialmente para mujeres y niños que no salían a trabajar y pasaban entre sus calles media vida. Además los polígonos industriales estaban cercanos a los barrios periféricos por lo que no era raro que los vecinos fueran también compañeros de trabajo, una cercanía física que intensificaba y facilitaba la relacionalidad. Los recorridos vitales tenían una extensión circunscrita al propio territorio, la mala comunicación con el centro de la ciudad y por ende a otros barrios obligaba a que esos desplazamientos fuesen posibles solo los fines de semana o en ocasiones excepcionales. El barrio como escenario de biografías compartidas donde el arraigo era la clave para asumir la pertenencia. Una anécdota de una asamblea vecinal en un barrio de Madrid ilustra esto último, cuando una vecina le dijo a otro tú dices eso porque eres nuevo en el barrio. Sólo llevas 20 años.
La actualidad se describe a través de una fragilidad en la adscripción espacial de las personas, desplazamientos amplios y constantes ya sea por cuestiones de trabajo, estudios o de ocio. Trabajos temporales o eventuales que llevan implícita la obligación de seguir recorriendo la metrópolis en busca de uno nuevo para cuando caduque el vigente. Repartimos el tiempo en distintos espacios, diversificando nuestros sentidos de pertenencia. A partir de los 14 años el mapa de referencia manejado no es el barrio sino el de la red de metro, donde conformamos un collage de fragmentos de ciudad en los que incluir al barrio. Al igual que la población migrante nos enfrentamos a la imposibilidad vital de fijar nuestra existencia a un espacio físico, de mantener vigente la idea de arraigo que mantenía la cohesión comunitaria y la identidad de barrio en el pasado.
La llegada de población inmigrante a los barrios condensa las transformaciones en lo que a composición interna de los mismos se refiere. Una figura nueva que al llegar modifica radicalmente la realidad de los lugares de acogida. El éxodo rural, contábamos más arriba, modificó la ciudad materialmente pero sobre todo incidió en la percepción que se tenía de la misma y en las prácticas urbanas que la atravesaban. El éxodo migratorio actual supone otra transformación de una profundidad que sólo comenzamos a atisbar. Introduciendo en un mismo territorio formas de percibirlo, dotarlo de significados y de usos, que descansan sobre una heterogeneidad cultural desconocida para la convivencia.
Esta diversidad de estilos de vida que puebla los barrios, entronca con algunas de las dinámicas que alimentan la transformación de las ciudades en metrópolis. Tales como: la producción del espacio urbano que ya no deja lugar a la improvisación, al azar, toda extensión o reordenación se planifica y diseña al milímetro, en operaciones centrales para la revalorización del capital productivo y financiero (desarrollo de PAUS, planes de remodelación, PERI´s y rehabilitaciones orientadas a ser operaciones de lifting urbano), la especialización de la ciudad por zonas (negocios, de compras, de marcha, culturales, marginales, barrios reconstruidos en base a referencias y criterios étnicos o sexuales…), acompañada de una profunda segregación por cuestiones de poder adquisitivo... . Dinámicas que reproducen la competitividad entre metrópolis del mercado global en el interior de las mismas, barrios en competencia por captar recursos materiales y simbólicos que los sitúen privilegiadamente en el plan de los gestores de la ciudad.
Autonomía y barrios.
“Una colectividad autónoma tiene por divisa y por autodefinición: somos aquellos que tienen por ley proporcionarse sus propias leyes”
C. Castoriadis.
Empecemos por repensar la pretensión de autonomía que caracterizaba a los movimientos vecinales de finales de los 70, con la intención de hallar un hilo de enlace entre el proyecto urbano alternativo planteado entonces y los esbozos realizados actualmente, que tratan de situar dicha pretensión en un contexto distinto. La analogía se refiere a un compartido ansia de autonomía y un determinado lugar desde el que pensar la intervención política, que son los barrios.
¿Por qué los barrios?. En un escenario de dimensiones metropolitanas, que desarrolla la característica esencial de aquello que Kevin Lynch[5] señalaba veinte años atrás, la incapacidad de las personas de componer un mapa mental del territorio en el que se desplazan, ni de establecer su propia posición, es necesario habilitar espacios de escalas aprehensibles, que permitan constituir referencias de la pertenencia de los individuos a un ecosistema urbano. Habilitar no es un termino inocente. Puesto que como señala García Canclini, siguiendo las hipótesis del propio Lynch, es necesario “reconquistar el sentido de los lugares y construir o reconstruir conjuntos de interrelaciones susceptibles de ser retenidos en la memoria”[6], hemos de trasladar dicho propósito a una esfera que en su complejidad inserte a los sujetos en una esfera habilitante.
Frente a las prácticas inhabilitantes, que limitan las capacidades de actuación limitando la información sobre algo al construir una imagen de ese algo que conduce a aplicar soluciones simples a problemáticas complejas; las estrategias habilitantes suponen enfrentarse a la propia complejidad de lo urbano, trasladándose a ámbitos donde la pertenencia a un sistema de relaciones sociales con base territorial implica la construcción colectiva de sentidos. Insertando a las prácticas en los condicionantes del medioambiente urbano y la ecología social.
Lo barrial conforma una esfera que condensa en su interior toda la complejidad de un espacio urbano que gravita entre lo local y lo global, en lo que siguiendo a Edgar Morin podríamos explicar como que el todo está en la parte que está en el todo. Es un lugar privilegiado para ver como se concretan y encarnan los conflictos (culturales, sociales, ecológicos…), para observar la emergencia de nuevas figuras y sociabilidades, obteniendo un indicador óptimo para diagnosticar la habitabilidad de la metrópolis en todas sus dimensiones.
Las prácticas de autonomía están vinculadas a la pretensión de autocontrol de territorios, o como mínimo a la capacidad de ejercer un control efectivo sobre los controladores, adquiriendo mayores cuotas de autogobierno. A partir de la autonomía indígena que se desarrolla en los municipios zapatistas, R. Zibechi[7] busca paralelismos entre dicho talante y las experiencias urbanas surgidas al calor de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre en Argentina (asambleas barriales, fabricas ocupadas, las experiencias de Mosconi, movimientos piqueteros…). En estas prácticas encuentra movimientos sociales urbanos que experimentan un boceto de autonomía territorial, una estela que seguir.
Apostar por la autonomía de un territorio implica reconocer la dependencia de este de un ecosistema que le contiene. Con lo que trasladar estas sugerencias a la esfera de lo barrial, implicaría conjugarla con la esfera metropolitana.
La apuesta pasa por articular proyectos estables en espacios concretos, insertos en la compleja trama de interacciones que afectan a ese conglomerado llamado barrio. Unas instituciones, unas asociaciones, una pluralidad de figuras sociales, un pasado, unas conquistas, unos conflictos… y unas relaciones de fuerzas entre todas estas realidades, que dan pie a una estructura situacional. Estos proyectos han de estar arraigados a dicha estructura situacional, en el sentido rígido del término. Apegados al terreno a través de personas que hayan vivido y conformado parte de ese ecosistema desde hace tiempo. Persiguiendo una inclusión en el mapa de sus singulares luchas, con una vocación de permanencia y un afán de servir de referencia, de faro, ante la dispersión generalizada que provocan las dinámicas del capitalismo global.
Por otro lado estos proyectos deben ser capaces de integrar la diversidad de la metrópolis y los cambios acaecidos, facilitando la vinculación de personas y realidades ajenas al territorio físico, generando la posibilidad de un arraigo disperso que permita el compromiso y la participación en los proyectos sin tener que residir en el barrio como elemento determinante. Ensanchar el concepto de barrio de cara a construir una noción abierta, inclusiva, que sea susceptible de ser atravesada por la emergencia de sujetos, discursos y conflictos de dimensiones globales. Como por ejemplo: la difusión de las nuevas tecnologías ligadas a las comunidades del software libre y sus espacios de socialización como los hacklabs; la problemática de la propiedad intelectual, problemas medioambientales, la intervención con comunidades de inmigrantes, colectivos de jóvenes, infancia, la propagación de experiencias de autoorganización del trabajo…
La política de barrio que proponemos debe reconocerse en un proceso que puentea entre la frágil perdurabilidad de los sujetos e imaginarios que se identificaban con el barrio de ayer, y las dinámicas metropolitanas que van imponiéndose. Una labor de reactualizar el pasado y hacerlo conversar con las tendencias presentes que auguran el devenir abierto que es el futuro. La proliferación y puesta en conexión de experiencias de este tipo permiten conjugar la resistencia a la dispersión impuesta, generando comunidades afincadas, biografías compartidas en un mismo espacio. A la par que estas sirven de puertos de referencia para la amplia población flotante que nomadea a través de la metrópoli.
Esta conexión trataría de aplicar la ya famosa idea de Jesús Ibáñez de convertir las islas aisladas en un archipiélago conectado, que permita el encuentro y la cooperación, de forma que metaforiza, poniendo a funcionar en otro orden, la división competitiva que el devenir de la metrópoli impone a la que era la forma de expandirse de la ciudad, la división entre barrios.
[1] Martín Barbero, J. “De los medios a las mediaciones”. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 1987. Pag. 218
[2] Mayol, P. “Habitar”, en: De Certeau, M. (comp) “La invención de lo cotidiano 2. Habitar, cocinar”. Ed. Universidad Iberoamericana/ITESO. Mexico, 1999. Pags. 9-10.
[3] Mafesoli, M. “El tiempo de las tribus”. Ed. Icaria. Barcelona, 1990. Pag. 57.
[4] Castells, M. “La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos”. Ed. Alianza Universidad. Madrid, 1986. Pag 315.
[5] Lynch, K. “La imagen de la ciudad”. Ed. Gustavo Gili. México-Barcelona, 1984.
[6] Garcia Canclini, N. “Imaginarios Urbanos”. Ed. Eudeba. Buenos Aires, 1999. Pag 130.
[7] Zibechi, R. “La autonomia es más que una palabra”. Edición digital del periodico “La Brecha”
Texto publicado en la revista EL VIEJO TOPO numero 199. 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario